Hay
un hermoso mar en la ciudad,
en
él se mira, nos miramos todos,
es
el único sitio donde uno
puede
reconocerse sin dudar.
Es
el mar de la infancia, el mismo mar
de
nuestra juventud, aquel que un día
nos
sorprendió como el primer amor,
el
espejo de aquello que somos
y
la voz de todo lo que fuimos.
¿Quién
no se reconoce en la bahía?
¿Quién
no se ha detenido alguna vez,
absorto
ante las aguas oscilantes
o
quietas en su ensimismamiento,
para
sentir la plenitud del mundo?
¿No
es el mar una obra de arte
que
nos regala la Naturaleza?
No
necesita adornos este mar,
no
necesita vanas florituras,
no
necesita más de lo que tiene,
pero
el que tiene más de lo que necesita,
en
el nombre del arte o la coartada
del
progreso y la modernidad,
quiere
alzar una obra mastodóntica,
un
muro entre el mar y quien lo mira,
el
principio del fin de la belleza,
algo
muy parecido a la muerte.
En
esa tumba, en ese monumento
a
la soberbia de quien lo propugna
y
a la grandilocuencia megalómana,
quedarán
enterrados nuestros sueños,
junto
a los de nuestros antepasados
y
las generaciones venideras,
y
el mar que amamos como a nuestra vida
será
el mar de las lamentaciones,
y
el cáliz que recoja nuestras lágrimas.
y
nunca dejaremos de llorar,
sin
consuelo para el desconsuelo,
ante
el cadáver pálido de Ofelia.
(Santander,
5 de mayo de 2012) ANTONIO
CASARES
La verdad es que a uno le dan ganas de exilarse... Tal vez antes de que lo deporten.
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